La medición del mundo

Rémy Markowitsch “On Travel: ‘Tristes Tropiques’” 020, 2004, Edición: 3; Cortesía de Galerie EIGEN + ART Leipzig/ Berlín © On Travel: “Tristes Tropiques”: Rémy Markowitsch, 2004 © Claude Lévi-Strauss, para las fotografías de “Tristes Tropiques”, Editions Plon, París 1955/2004El ser humano ha intentado entender la naturaleza desde un punto de vista meramente racional, algo que ha contribuido a la crisis ecológica. Sobre las dimensiones culturales del debate ecológico.


Con unanimidad poco frecuente, los representantes de la política internacional y de la ciencia atribuyen el amenazante calentamiento del clima de la Tierra a la acción del hombre, es decir, a la emisión masiva de gases de efecto invernadero, la cual, por su parte, es una consecuencia directa de la industrialización.

Este criterio cuenta desde hace poco tiempo con el reconocimiento oficial de la política internacional, pero los efectos negativos de la industrialización sobre el entorno natural han sido reconocidos y denunciados desde el principio. Ya en el siglo XIX –sobre todo en Estados Unidos– se inició un movimiento de protección de la naturaleza que condujo a la embellecida construcción de una “naturaleza” necesitada de protección y que no estuviera tocada por el hombre. Dicho movimiento desembocó en el establecimiento de reservas y parques naturales exentos de explotación industrial, así como en la idea de los “pueblos primitivos”, que supone que dichos pueblos –en representación, en cierto modo, de los comienzos de la historia humana– viven en armonía con una “naturaleza” que se encuentra en un equilibrio eterno. Pero igual que la idea del “pueblo primitivo” se desveló como un mito eurocéntrico, también podría comprobarse en un futuro que la idea de la protección de la naturaleza resulta insuficiente: ambas perseveran en el marco de un modelo de realidad moderno que es parte del problema, no la solución.

Para esclarecer en qué consiste ese modelo específicamente moderno y cómo se diferencia de otras circunstancias internacionales, tenemos, primeramente, que traducir el diagnóstico científico del cambio climático y de la industrialización a ciertas categorías histórico-culturales. Al hacerlo, se pone rápidamente de manifiesto que las causas del cambio climático no son simplemente “antropogénicas”, sino que constituyen consecuencias concretas de esa cultura europea de la era moderna de cuya imagen del mundo y del hombre surge la industrialización moderna. La crisis ecológica global expresa, por lo tanto, un predominio fáctico de la imagen eurocéntrica del mundo y de la vida –léase, de la cultura occidental– frente a otras formas de vida sobre las que esa imagen carga sin miramientos sus efectos secundarios.

Por otro lado, está la creciente conciencia sobre una crisis ecológica en la cual hay muchas más cosas en juego que la erosión de costas muy lejanas. Lo que hoy se cuestiona es nada menos que el alcance y la sostenibilidad de esa imagen científica y eurocéntrica del mundo, que fue durante siglos el paradigma del progreso y el motor de la industrialización, la cual se veía a sí misma como la cima del desarrollo de la Humanidad. Esta orgullosa certeza sobre nosotros mismos se desmorona desde que se ve con claridad que la ciencia moderna, si bien abre insospechadas dimensiones del dominio de la naturaleza, también produce, por desgracia, efectos secundarios que ella misma no puede anticipar ni controlar. ¿Sería necesario, en aras de eliminar la contradicción entre el dominio tecnológico de la naturaleza y el incontrolado cambio climático, un cambio de paradigmas del proyecto vital y universal eurocéntrico que afectara, en última instancia, al propio concepto de naturaleza?

Preguntémonos primeramente de qué modelo del mundo, específicamente cultural, surge la industrialización moderna y en qué se diferencia éste de otras concepciones del mundo en sociedades no europeas.

Normalmente, la imagen del mundo europea de la era moderna es definida a través de su conocimiento objetivo y metódico de la naturaleza. Lo importante, sin embargo, es que éste no se basa en un conocimiento racional, sino que, en primer lugar, refleja un programa específicamente cultural según el cual sólo se reconoce como real lo que puede explicarse y manipularse de un modo racional, es decir, a través de leyes. La ciencia empírica tiene desde el principio un rasgo fundamental ideológico y al mismo tiempo utópico, ya que el exigido control racional constituye un proyecto infinito. En la fábula La nueva Atlántida, escrita por Francis Bacon, el fundador de la ciencia natural empírica, a comienzos de la Edad Moderna, se pone claramente de manifiesto esa utopía: del mundo ideal de Bacon, un mundo marcado por la impronta de la ciencia y manejado tecnológicamente, han desaparecido el dolor, la enfermedad y las malas cosechas, todo gracias a la laboriosa investigación y a que la naturaleza en el hombre y alrededor de él es controlada sin fisuras en aras de su beneficio y su felicidad. El científico asume allí el papel del santo, y toma, además, ciertas decisiones políticas, en la medida en que elimina por medio de la tecnología todos los potenciales de conflicto humanos en forma de enfermedades, escasez de recursos y catástrofes naturales.

Lo que hace tan interesante la fábula de Bacon es la claridad con la que pone en evidencia el carácter utópico de la ciencia y la tecnificación. El esfuerzo por crear un estado de liberación absoluta del dolor humano gracias a la total comprensión racional de la naturaleza fija precisamente ese motivo específicamente cultural que continúa teniendo su efecto en la dinámica de la industrialización global y cuya promesa consiste en “humanizar” la naturaleza para convertirla en un paraíso terrenal.

Este ideal, entretanto, ha fracasado ante las indeseadas e incontroladas consecuencias secundarias de la industrialización, y así las sociedades occidentales experimentan el irreversible cambio climático, sobre todo, como una profunda crisis de su identidad cultural.

No es causal, por lo tanto, que en este contexto se hayan descubierto las sociedades tribales preindustriales de las selvas de América Latina o del sudeste asiático como “guardianas de la Tierra”, sociedades cercanas a la naturaleza cuyas formas de vida son invocadas como alternativas “ecocéntricas” al dominio “antropocéntrico” y tecnológico de la naturaleza. Esta alternativa de corte romántico se basa, sin embargo, en algunas premisas cuestionables: ella presupone que la ausencia de industrialización es igual a la adaptación a un equilibrio ecológico atemporal y excluye la intervención masiva del hombre. Con ello no sólo se desconocen las diferencias fundamentales entre el concepto moderno de la naturaleza y los modelos universales extraeuropeos, sino que se presupone también, demasiado apresuradamente, que la crisis ecológica es preciso interpretarla como una alienación de la sociedad humana “de la” naturaleza.

En realidad, la utopía de Bacon hace evidente más bien la conclusión inversa: que la miseria ecológica no se basa en el distanciamiento del hombre de la naturaleza, sino, por el contrario, en la voluntad específicamente moderna de humanizar la naturaleza de un modo tan absoluto como jamás se ha visto. El concepto moderno de la naturaleza se caracteriza precisamente por el hecho de que oscila entre los extremos del dominio total de la misma por parte del hombre y la adaptación total del hombre a un estado de equilibrio ecológico, o, dicho de otro modo: la explotación de la naturaleza y su protección son dos caras de la misma imagen del mundo.

Los modelos del mundo de sociedades no occidentales se oponen a esta alternativa, ya que ellos no conciben una naturaleza o un “entorno” independiente del hombre y, por eso, no buscan ni el dominio ni la adaptación a un sistema ecológico estático. Lo que allí nos encontramos es más bien una constante relación de interacción entre los actores humanos y no humanos, donde estos últimos son considerados parte de una historia cambiante y en ningún modo son vistos como una naturaleza atemporal e “intacta”. Esto lo demuestran, de manera ejemplar, los habitantes nativos de Australia, quienes, a pesar de disponer de escasísima tecnología, han impregnado su huella actual al espacio vital natural en el que viven mediante las intervenciones discriminadas y, sobre todo, con la quema intencional de los bosques. En este caso, p.e., no puede hablarse en ningún modo de una adaptación pasiva a la naturaleza existente, más bien tiene que ver con una coevolución controlada por el hombre, de la que forman parte en este caso la desertización del continente australiano y posiblemente el exterminio de distintas especies animales.

El hecho de que tales intervenciones hayan sido menos destructivas que las de los colonizadores europeos reside, sobre todo, en que los aborígenes no ven su hábitat como una “naturaleza” a la que hay que dominar sistemáticamente, que se opone al hombre como un objeto. Su concepción del mundo está marcada por las relaciones de parentesco de distintos clanes individuales y determinados fenómenos del hábitat común, los cuales están estrechamente entrelazados con el entramado social: algunos árboles en particular, abrevaderos o formaciones rocosas son considerados rastros vivos y huellas dejados por criaturas míticas o extrañas, a las que precisamente hay que respetar y rememorar porque han marcado el mundo y al hombre en su forma actual como hábitat con sentido que no se puede sustituir por leyes generales ni ser mejorado por el hombre.

Este modelo se diferencia de la moderna imagen del mundo principalmente en que el propio hábitat no es reconocido previamente como una naturaleza sin fisuras y definida por leyes, sino como una coexistencia históricamente cambiante entre actores humanos y no humanos. La práctica humana no se orienta aquí según leyes naturales universales, por medio de las cuales son posibles las intervenciones humanas, sino según el respeto por determinados fenómenos individuales que son vividos como un límite del control humano. Para la cultura aborigen tradicional, por lo tanto, la explotación sistemática de los recursos naturales tiene tan poco sentido como su protección: lo que es preciso proteger aquí son las circunstancias particulares de un entorno vital lleno de sentido y marcado siempre por las intervenciones de los seres humanos.

Partiendo de esto, resultaría estimulante sopesar si el concepto moderno de una naturaleza atemporal regulada por leyes universales y, con él, la alternativa del dominio racional de la naturaleza y la adaptación ecológica a la misma conforman o no el marco conceptual de la crisis ecológica. Ambas variantes oponen la libertad de actuación humana a una naturaleza controlable sólo por medio de leyes, mientras que el irreversible cambio climático nos enfrenta al desconcertante problema de una historicidad imprevisible y, con él, a una indisponibilidad de la naturaleza. En la dinámica del cambio climático, el hombre mismo pasa a formar parte de un método probatorio que hace mucho tiempo se le ha escapado de las manos, con lo cual se impone, de manera totalmente inesperada, un criterio básico de los mitos australianos: la naturaleza no es un polo atemporal opuesto o la base, sino un aspecto ambivalente de la historia humana. Todavía habrá de demostrarse, en la continuación de este experimento, si el concepto occidental de naturaleza ofrecerá alguna salida para las contradicciones no resueltas de la industrialización global, o si más bien tendrá que cambiar en la confrontación con otros conceptos más realistas.


Artículo publicado en KulturAustausch. Zeitschrift für internationale Perspektiven (II, 2008).
Annette Hornbacher
concluyó sus estudios de Filosofía, Etnología y Ciencias Literarias en la Universidad de Tubinga con una tesis doctoral de Filosofía del Lenguaje. Se habilitó en la Universidad de Múnich con un estudio de etnología teatral; es portavoz del grupo de trabajo AG Ethik en la Sociedad Alemana de Etnología y, actualmente, suple una cátedra en la Universidad de Heidelberg.

Traducción: José Aníbal Campos
Copyright: KulturAustausch (Institut für Auslandsbeziehungen)

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