“Naturaleza” no es un concepto teórico

David Hockney; “Three Trees near Thixendale, invierno de 2007”; Óleo sobre 8 lienzos, 183 x 488 cm © David Hockney; Foto: Richard Schmidt
Es un código, un “ábrete sésamo” que desata un caudal de imágenes y de experiencias colectivas. Acerca de la historia cultural de la ideas sobre la naturaleza: errores populares y un intento de entendimiento.

“Naturaleza” siempre ha sido un término del amor, un término valorativo, e incluso un concepto de la metafísica, desde que la antigua escuela estoica exigió vivir en armonía con la naturaleza. Resulta laberíntico buscar la “naturaleza en sí”, independientemente de las emociones y de los juicios de valor. Algunos manuales de filosofía, intentando poner cierto orden en la aparente jungla de las ideas sobre la naturaleza, sólo pueden mantener esta ambición, por regla general, hasta la etapa final de la Edad Media y suelen capitular al llegar a la era moderna: justo cuando la “naturaleza”, como nunca antes, pasa a ser un gran poder espiritual. En el siglo XVIII, “naturaleza” se vuelve una palabra de moda; fue por entonces, precisamente, que surgió la broma de que la naturaleza era una dama de dudosa reputación, ya que se dejaba utilizar por todos los amantes. Cada vez con mayor frecuencia, los adeptos de las definiciones rigurosas empezaron a protestar de que la “naturaleza”, como concepto, no tenía valor alguno, ya que se dejaba definir al arbitrio de cada cual.

¡Lo único curioso es que fuera imposible –y lo siga siendo, a pesar de todo–, acabar con esa palabra mágica! Algún sentido vital debe de tener. El error radicaba tal vez en que, por influencia de los teóricos, se producía un malentendido con la “naturaleza” en cuanto concepto. En realidad, se trata de algo muy diferente: una palabra codificada, un “ábrete sésamo” que desata un caudal de imágenes y experiencias colectivas. Norbert Elias calificó “naturaleza” de “símbolo que representa una síntesis a un nivel muy elevado” –una síntesis que abarca aspectos muy distintos e incluso contradictorios, como la experiencia de que nuestro bienestar depende de estar en armonía con nosotros mismos, pero también de que prosperen a nuestro alrededor la flora y la fauna, de la claridad y el carácter inagotable del agua de un manantial. Se trata de una experiencia que está siempre fluyendo y que produce mensajes distintos en personas distintas y en según qué situación. De ahí las contradicciones que surgen en cuanto se intenta definir de manera individual la “naturaleza”.

Sería un error sacar de todo ello la conclusión de que la “naturaleza” es algo de lo que se puede hacer un uso arbitrario: no es esto, en ningún modo, lo que demuestra la historia de las ideas sobre la naturaleza. Más bien podemos reconocer, en las contradicciones de esas propias ideas, una dialéctica que representa un movimiento pendular en el esfuerzo por llevar a una única línea ese multifacético complejo de experiencias llamado “naturaleza”. ¡De ahí también la necesidad de tener cautela con el empeño de establecer una línea general de pensamiento, una progresión o una evolución en los respectivos cambios de significado del concepto de “naturaleza”! En algún momento los antiguos significados retornan, y el supuesto progreso se vuelve un movimiento pendular. Esto es lo que me gustaría mostrar en adelante a partir de tres grandes corrientes relacionadas con las distintas nociones sobre la naturaleza.


(1) El jardín y el mundo salvaje

La protección de la naturaleza se estableció internacionalmente en el transcurso del siglo XX, sobre todo bajo la influencia de Estados Unidos, con la palabra mágica “mundo salvaje”. La verdadera naturaleza es una naturaleza salvaje: ése es el sentimiento fundamental de muchos ecologistas. Visto así, el jardín protegido del mundo exterior, cuidado en todos sus detalles, no forma parte de la “naturaleza”.

Por el contrario, en una descripción fiel y realista de la relación entre el hombre y la naturaleza a través de los siglos, las cosas se verían de un modo muy diferente: ahí vemos, en primer lugar, el jardín como espacio de experiencias, o mejor dicho, como el sitio por excelencia donde la relación con la naturaleza devenía verdaderamente un placer y una pasión, y sobre todo, donde cobraba un rasgo activo esa relación. La alabanza cautivada del jardín es un leitmotiv que abarca todas las culturas y épocas de la Historia; por lo visto, el placer por los jardines no sólo tiene que ver con determinadas culturas, sino sobre todo con la naturaleza humana. En el intercambio con la naturaleza del jardín, el hombre encuentra la armonía con la propia cultura. El paraíso, en sus orígenes, era un jardín, el “Jardín del Edén”. San Agustín creía que Adán y Eva habían sido felices trabajando en un jardín: “¿Acaso existe visión más grandiosa y magnífica, una ocasión en que la razón humana esté más cerca del trato con la naturaleza de las cosas que cuando esparce unas semillas, cuando planta un esqueje, cuando trasplanta un arbusto o injerta un plantón? Es como si pudieras interrogar a la fuerza vital de cada raíz y cada brote y preguntarle lo que puede hacer y lo que no, y por qué puede hacerlo”.

Hasta el propio Francis Bacon, el ideólogo de las ciencias naturales experimentales de la era moderna, que exigía en tono vehemente “arrancar a la naturaleza sus secretos”, denominaba al arte de hacer jardines “la más pura de las alegrías del ser humano”. En el jardín, que formaba parte de la economía doméstica, la sociedad patriarcal llegaba a su límite: en el común de los casos, el jardín era el reino de la mujer. Y hasta en el fondo de ese ideal moderno de la ecología llamado “biodiversidad” se sigue reconociendo al jardín: su propósito es, sobre todo, preservar una múltiple variedad de especies en un espacio reducido; en la naturaleza libre, por el contrario, las especies dominantes suelen superar a las restantes.

Estridente y ambivalente se torna la experiencia del jardín ante la perspectiva de la actual alarma climática. Por supuesto que los hombres, desde que realizan viajes a regiones lejanas, saben que en las zonas cálidas del planeta habitan plantas, animales y personas distintos a los de las regiones frías, y esa misma diferencia se nota entre las regiones secas y las húmedas. Alexander von Humboldt se hizo célebre gracias a la catalogación exacta de las zonas de vegetación a diferentes altitudes y en correspondencia con el clima reinante en cada lugar. Pero la experiencia del jardín relativizó tales puntos de vista. A raíz de la expansión colonial de los primeros tiempos de la era moderna, la ambición de todo jardinero fue siendo cada vez más “aclimatar” plantas exóticas en el propio jardín: claro que esto no siempre se conseguía, pero la historia del jardín encierra una larga cadena de ejemplos de aclimatación exitosa. Tales experiencias constituyen un contrapeso al estrecho determinismo climático. Desde Hipócrates hasta Montesquieu se intentó determinar por el clima, incluso, la naturaleza de los hombres. Frente a esto, la experiencia con los jardines demostraba que el hombre, con experiencia y energía, podía hacer posibles muchas cosas aun en un clima aparentemente desfavorable, algo que no está en condiciones de hacer la naturaleza salvaje por sí misma.

Al mismo tiempo, sin embargo, y a consecuencia del colonialismo de la era moderna, la noción de “paraíso” sufrió una transformación: a partir de entonces muchos creyeron haber descubierto en los trópicos el Jardín del Edén. Ya Américo Vespucio, quien dio su nombre al continente “americano”, hablaba con entusiasmo del Nuevo Mundo en los siguientes términos: “Si existe en alguna parte un paraíso en la Tierra, creo que no puede estar lejos de estas regiones”. Recordemos, que los primeros colonizadores encontraron todavía una América densamente poblada allí donde penetraron, y entendían por paraíso un exuberante paisaje ajardinado que alimentaba a sus habitantes. Con posterioridad, sin embargo, América del Sur y América Central quedaron despobladas a causa de las epidemias traídas por los españoles. En el siglo XVIII, la “selva” casi despoblada pasó a ser sinónimo por excelencia del paraíso, y los cazadores y recolectores que allí vivían fueron considerados “hombres naturales”; en el olvido quedaron el cultivo de los campos y de los jardines, antes practicado de manera intensiva. Hacia el año 1900, el brasileño Euclides da Cunha, con el poder de su palabra, fundamentó la idea de la Amazonia como el último paraíso de la Tierra, “la última página no escrita del Génesis”.

Esta idea de lugar salvaje dejó su impronta en el ideal moderno de la naturaleza: y ése no es el fin de la historia. Justamente en época reciente se fue cobrando cada vez más conciencia de que lo de “salvaje” era una imaginación, algo basado en parte en determinadas ilusiones. Las supuestas “selvas primigenias” de Europa son, en realidad, antiguos Hudewälder (literalmente, bosques de pastoreo), es decir, paisajes culturales premodernos. Aun algunas supuestas “selvas” de los trópicos están marcadas por el aprovechamiento humano. Justamente lo que los amigos de la naturaleza aman de esos “paisajes naturales”, la variedad de especies y el agradable cambio de bosque a paisaje abierto, es en buena parte el resultado de la cultura humana y sólo se puede conservar en las “zonas naturales protegidas” de la actualidad con intervenciones abocadas a ese fin. Hace bastante tiempo que se reconoció que una eficaz protección de la naturaleza tiene que ser algo más que mera “protección”, y que, a fin de cuentas, se trata tanto de protección de la cultura como de la naturaleza. Lo cual no excluye que en los paisajes culturales se pueda descubrir mucha naturaleza que ha crecido de manera espontánea: ¡no todo en esos “parajes salvajes” es ilusión!

En el discurso ecologista internacional de hoy aparece a menudo el objetivo directriz de la “sostenibilidad” como ideal de lo salvaje. También en ese sentido, la mirada hacia la Historia puede ser conciliadora. La reflexión lógica y la experiencia histórica nos indican que un trato sostenible con los recursos naturales se garantiza sobre todo cuando se le dejan a la naturaleza generosas reservas. Un balance calculado con exactitud puede verse sacudido por mínimos acontecimientos que no han sido previstos. No es sólo la precaución humana la que ha posibilitado hasta hoy la supervivencia de la Humanidad, sino también las imponentes reservas de la naturaleza; un error fatal y un malentendido fundamental del mensaje de la Cumbre de Río de 1992 podría ser el agotar hasta el final dichas reservas bajo la divisa del sustainable development (desarrollo sostenible).


(2) Amor y lucha

La naturaleza como idilio del amor y la naturaleza como campo de batalla: he aquí, una vez más, una pareja de imágenes de la naturaleza que muestran un marcado contraste, imágenes que, aparentemente, se encuentran en aguda contradicción. El aura erótica de la naturaleza –que en los tratados filosóficos ha pasado discretamente a convertirse en el concepto de la naturaleza–, se remonta hasta los tiempos de la Antigüedad helénica, a aquel mundo mitológico en el que, durante el calor del mediodía, el dios Pan, con sus patas de macho cabrío, se divierte con las ninfas en una fuente borboteante, un mundo que revivió en las fantasías arcádicas del siglo XVIII y que sigue teniendo sus efectos incluso en la popular ecología de nuestros días. Ese mundo no sólo sigue viviendo en la idea de una naturaleza triunfante, sino también en la de una naturaleza amenazada. De ello, algunos textos un poco más antiguos nos ofrecen un testimonio más completo que los documentos actuales sobre la protección del medio ambiente, donde el amor a la naturaleza se oculta de un modo sobrio y científico tras las listas rojas de las especies amenazadas. En el mensaje Mensch und Erde (El hombre y la Tierra) que el filósofo Ludwig Klages dirigió en 1913 al Encuentro de la juventud libre alemana (freideutsche Jugend), encontramos formulado ese vínculo entre la naturaleza y el amor de un modo enfático que apenas vemos reflejado en escritos de tiempos más recientes. Allí, el deterioro de la naturaleza verde y floreciente, el empobrecimiento del paisaje y del mundo de las aves, es igualado al “hundimiento del alma”: “La íntima calidez del corazón de la Humanidad se ha agotado”. La única salvación –según Klages, quien por entonces era el amante de la indómita condesa Franziska von Reventlov– era la “fuerza de entretejimiento del amor, que crea el mundo”.

La naturaleza de Charles Darwin, imbuida de la “lucha por la supervivencia”, significa por lo visto una ducha de agua fría para ese idilio amoroso. A menudo se ha afirmado que Darwin vino a destruir el paraíso natural arcádico. ¿Lo hizo realmente y de forma definitiva? A pesar de todo su duro realismo, Darwin vivía también bajo el antiguo hechizo de ese exacerbado entusiasmo espiritual por la naturaleza. Ante la impresión que le causara la selva de Brasil, Darwin escribió, por ejemplo: “Entre las imágenes que se han grabado en lo profundo de mi recuerdo, ninguna supera en grandeza a la de los bosques que aún no han sido tocados por la mano del hombre, ya sean las selvas de Brasil, donde predomina la fuerza vital, o las de la Tierra del Fuego, donde reinan la muerte y la desintegración. Ambos son templos colmados por los grandiosos productos del Dios de la naturaleza: nadie puede estar en medio de estas soledades sin sentir que en el hombre existe algo más que la mera respiración de su cuerpo”.

No olvidemos que de la naturaleza no sólo forman parte el amor, sino también la lucha y la muerte, y Darwin no fue el primero en descubrirlo. Pero el amor y la lucha –que en la lógica son conceptos opuestos– están muy estrechamente relacionados en la vida real. El amor por la naturaleza salvaje tiene sus raíces más antiguas y poderosas en la pasión por la caza; y las fronteras entre el mundo de la caza y el del erotismo son bastante fluctuantes. El darwinismo no expulsó en ningún modo el eros de la naturaleza. Uno de los más exitosos divulgadores del darwinismo en Alemania era, hacia el año 1900, Wilhelm Bölsche, quien con su best seller en tres volúmenes Das Liebesleben in der Natur (La vida amorosa en la naturaleza) declara naturales todas las formas de la sexualidad, a pesar de la moral victoriana.


(3) Naturaleza amenazante y naturaleza amenazada

En la historia de las relaciones humanas con la naturaleza se reconoce a menudo un gran vuelco de la siguiente índole: la mayor parte del tiempo, el hombre sintió a la naturaleza como algo muy poderoso y la percibió como una amenaza. Sólo en una época más reciente esta idea ha dado un giro radical y se ha reconocido que la naturaleza está amenazada por el propio hombre. La mayor parte del tiempo, los hombres consideraron la selva una enemiga, y se sentían atenazados por el miedo en medio de la oscuridad de un bosque. Sólo en el siglo XX surgieron las preocupaciones por la amenazante deforestación de la Tierra.

También esta imagen de la Historia contiene únicamente una verdad a medias. Los hombres reconocieron la utilidad de los bosques desde épocas muy antiguas –habrían estado ciegos de no haberlo visto así–, y la preocupación por los bosques se remonta varios siglos atrás, incluso la preocupación exagerada. En el caso de las ideas sobre una naturaleza amenazante y amenazada, no se trata de contraposiciones que pertenecen a distintas épocas de la Historia, sino que entre ambas surgió siempre una interacción dialéctica.

En ninguna parte la naturaleza salvaje le pareció al hombre tan imponente –tan fascinante y al mismo tiempo tan peligrosa– como en las selvas tropicales; pero fue precisamente en las islas tropicales y subtropicales, como en Mauricio o Madeira, colonizadas de un modo desconsiderado, donde los europeos experimentaron particularmente temprano la destructibilidad de la naturaleza: el círculo vicioso de la deforestación, la erosión y la destrucción de las reservas de agua de una región. En su revolucionaria obra Green Imperialism (Imperialismo verde), de 1995, Richard H. Grove cree poder demostrar que nuestra conciencia moderna en relación con el medioambiente surgió de las colonias tropicales. Ya en el siglo XVII, el dodo, un ave rastrera de la isla de Mauricio, ya por entonces exterminado, se convirtió, por su abandono y su desamparo, en un icono de la Creación amenazada en el paraíso tropical.

En el valle de la Ciudad de México, los colonizadores españoles experimentaron el poder amenazante de la naturaleza a través de las repetidas inundaciones; pero, obsesionados con la lucha contra el agua, realizaron una práctica de drenaje tan intensa que a la ciudad no le quedó más remedio que luchar contra el polvo y la desertización. Alexander von Humboldt dijo ya entonces que el canal de drenaje de la capital mexicana era una “estupidez”. “Los españoles han tratado al agua como
a una enemiga. Por lo que parece pretenden que esta Nueva España sea tan seca como las provincias interiores de su vieja España. Pretenden que la naturaleza se asemeje a su moral, y el asunto no se les da mal”. El tópico de la “venganza de la naturaleza” –la venganza por todo lo que el hombre le ha hecho a esta última–, la cual resulta fundamental para el movimiento ecologista moderno, tiene ya una larga historia; ahí se unen la naturaleza amenazante y la naturaleza amenazada.

De la idea de la naturaleza amenazada surgió el proteccionismo moderno de la naturaleza. Si el siglo XVIII cultivó la naturaleza como el espacio de la libertad humana y como área de juego de los enamorados, ahora la naturaleza se ha convertido en un lugar donde abundan los carteles prohibitivos: una zona tabú que ha de ser protegida de los hombres. En el siglo XVIII la idea de los derechos humanos había surgido del derecho natural; en el siglo XX se disolvió ese vínculo, y los protectores de la naturaleza, en no pocas ocasiones, han mostrado ciertos rasgos misantrópicos; la palabra maldita de la Humanidad como un “cáncer para la Tierra” ronda por ahí, como un fantasma. Hoy, sin embargo, se ha puesto claramente de manifiesto que esa tendencia, si sigue avanzando en una sola dirección, va a desembocar en un fatal callejón sin salida. En la democracia, la protección de la naturaleza es realizable, a la larga, sólo si es popular. Los proyectos ecológicos, por regla general, se consiguen materializar mucho mejor cuando están vinculados con necesidades vitales de los seres humanos. La naturaleza está amenazada sólo en su condición de base vital del hombre. Una mirada a la Historia nos recuerda ese antiguo vínculo entre el amor a la naturaleza y el amor al hombre.
Joachim Radkau
es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Bielefeld, donde investiga cuestiones relacionadas con la historia de la medicina, de la técnica y del medio ambiente. Entre sus obras más recientes cabe destacar Natur und Macht (2000), Max Weber – Die Leidenschaft des Denkens (2005) y Technik in Deutschland (red. 2008).

Traducción: José Aníbal Campos

Copyright: Goethe-Institut e. V., Humboldt Redaktion
Noviembre 2009

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