Acerca de una estética contemporánea de la naturaleza

Caspar David Friedrich (1774-1840) “El mar de hielo”, hacia 1823/24 © picture-alliance / akg-imagesEl rol de la experiencia estética en la configuración y reconocimiento del mundo natural fue durante siglos casi tan importante como el de la experiencia científica.

Finalmente, después de una larga travesía tuvimos nuestra prometida visión de la Antártida. Allí estaba yo, junto a otros tantos turistas venidos de sitios lejanos, ante el espectáculo esperado: el Fin del Mundo, tan temido por los exploradores y navegantes del siglo XVI al XIX, convertido en destino turístico al alcance de la mano.

¿Qué poderoso interés moviliza las multitudes a paraje tan remoto? ¿Sólo la curiosidad de acceder a un ­ territorio virgen? ¿Una reconciliación con la naturaleza extraviada en el devenir de la modernidad o un modo ­ directo de implicarse con ella ante el deterioro infligido del que todos terminamos por ser cómplices?

Pocos meses antes, un crucero similar al nuestro había chocado con un iceberg y, aunque todos sus pasajeros fueron rescatados y no hubo que “lamentar víctimas”, dejó tras de sí una estela de ciento ochenta y cinco litros de combustible en ese mar impoluto. Todos recordaban el incidente pero confiaban, como en general lo ha hecho toda la civilización occidental desde el siglo XVIII, en que la ciencia y la tecnología se encargarían de encontrar una solución al caso.

Mientras tanto, más importante parecía ser que en ese momento no había bruma y la potente luz solar del verano austral descubría ante nuestra vista el perfil de la península que tantas veces ubicamos, como un juego, en las cartografías de viaje. Allí estaba la superficie oscura de algunas rocas desnudas que contrastaba con el blanco inmaculado de la línea de hielo y la transparencia de algunos bloques que flotaban aquí y allá en el agua.

No pude evitar pensar en la cambiante relación con la naturaleza que ha tenido en los tres últimos siglos la cultura de la que formamos parte y su inmenso poder para transformar una experiencia como la que teníamos en ese instante.

De pie en la borda, frente a ese paisaje, se sucedieron imágenes de mi archivo visual alimentado en una gran medida por la historia del arte: desde Caspar David Friedrich, Caspar Wolf y Turner a Olafur Eliasson y Charly ­ Nijensohn, artistas que desde el comienzo del siglo XVIII al XXI tuvieron en común una aproximación a la ­ naturaleza que roza lo místico.

Pensé también en la relación paisaje-observador, que en este caso me incluía en silenciosa contemplación y, particularmente, en la atención que le prestó Friedrich en pinturas como Monje junto al mar, Mujer ante un amanecer (ambas de 1809) o en Dos hombres junto al mar y Hombre mirando la luna, realizadas respectivamente en 1817 y 1819.

El historiador del arte Robert Rosenblum, en su libro Modern Painting and the Northern Romantic Tradition: Friedrich to Rothko (1975), ha ubicado a esas pinturas en el marco de la naciente modernidad y la necesidad que tenía el hombre de ese momento de reubicar los misterios de la religión en la naturaleza, ante la creciente secularización del mundo.

Seguramente la importancia que adquiere el arte a partir del siglo XVIII –no por azar llamado el siglo de la Estética– también tuvo que ver con esa circunstancia. Aunque en ese contexto, el vínculo observador-paisaje, tan reiterado en la pintura de Friedrich, podría ser pensado también a la luz de la conexión que se estableció entre estética y razón. Un vínculo que pone claramente en escena el interés que manifestó el pensamiento del siglo XVIII por indagar la relación entre el mundo exterior de lo natural y el interior del sujeto en el proceso que lo llevó a la conciencia de sí. Y también fue esencial al descubrimiento de la naturaleza que llevó a cabo la modernidad y le otorgó a la experiencia estética un papel fundamental. Del mismo modo Hans Jauss en sus estudios sobre las etapas de la modernidad estética: Las transformaciones de lo moderno (1995) ha rastreado esta relación: “Ha sido la percepción estética de las cosas, abiertas por el trato con el arte, lo que ha posibilitado el descubrimiento de la naturaleza en el sentido moderno”. Así también, podríamos decir que las obras de Friedrich mencionadas se erigen en ejemplo que confirma su observación.


El binomio estética-razón y naturaleza

Resulta fundamental entonces destacar la importancia de la experiencia estética en los procesos que llevaron tanto a profundizar el conocimiento de lo natural como el del sujeto en pos de aquel principio ilustrado que proclamaba que “la razón hará a los hombres libres y dueños de sí mismos”. A tal punto que un manifiesto político filosófico alemán de 1796 llegó a proclamar que el “acto más elevado de la razón” era un “acto estético”.

Me interesa especialmente subrayar la relación original que el proyecto filosófico de la modernidad ilustrada estableció entre el binomio estética-razón y naturaleza. Sobre todo por las implicancias que puede tener hoy volver a pensar un vínculo semejante. La idea de que los seres humanos pueden crear productos estéticos que aportan sentidos que las ciencias positivas naturales no pueden explicar es algo que interesó sobremanera a la filosofía del siglo XVIII y comienzos del XIX, pero fue desplazada a medida que avanzó la confianza depositada en los métodos de la ciencia y la técnica.

Aunque hoy resulte difícil reconocerlo, el rol que le cupo a la experiencia estética en la configuración y reconocimiento del mundo natural fue casi tan importante como el que le cupo a la experiencia científica. Que el auge del cientificismo positivista del siglo XIX haya contribuido a relegarla a un segundo plano es otro cantar.

Así, la cuestión de las capacidades naturales que podemos poseer y lo que podemos hacer con esas capacidades para relacionarnos con la naturaleza y con nosotros mismos se transformó en una cuestión central para el pensamiento filosófico que acompañó la Ilustración. De allí la importancia que los filósofos empiristas le asignaran a la experiencia sensible y luego también el interés de Kant por indagar lo que nos hace apreciar o crear la belleza, núcleo fundamental de su preocupación por conocer la estructura de nuestra conciencia que plasmó en su Crítica del juicio y constituye el momento fundacional de la estética moderna.

Lamentablemente, imposible negarlo hoy, la relación del hombre moderno con la naturaleza regida por la razón no pudo mantenerse tal como lo imaginaron los hombres de la Ilustración. El giro hacia la subjetividad, distintivo de la nueva época que, se suponía, iba a realizar todas las aspiraciones de libertad, acompañó también los contradictorios cambios de la modernidad, cuyos resultados no sólo tenemos que lamentar nosotros sino que fueron advertidos de manera muy temprana por el propio Rousseau. Ya en 1750 observó la “alienación de la vida social”, anticipando las deformaciones del proyecto ilustrado que habrían de derivar en el individualismo capitalista y su desaprensivo control de la naturaleza en nombre del progreso, la ciencia y la razón.

¿Cuáles fueron las razones que llevaron al hombre moderno a convencerse de la idea de romper con la naturaleza, que originariamente lo cobijó? ¿Por qué el arte de la modernidad orientado hacia el futuro no pudo evitar concebirse a sí mismo como antinaturaleza justificando, de algún modo, la degradación de todo vínculo con ella?

Éstas son preguntas que no podemos dejar de hacernos. Adorno y Horkheimer lo explicaron en términos de la “razón instrumental” que gobernó la modernidad capitalista y no representa sino una abdicación de la razón crítica a los imperativos del relato que otorgó supremacía a la técnica. De allí las funestas consecuencias que hoy lamentamos: el fracaso del proyecto ilustrado, la aspiración de una sociedad justa y sobre todo la degradación de la naturaleza. Con todo y aunque reconozcamos la gravedad de sus errores, la razón no puede descartarse sin más. Es la única arma del hombre; su último refugio frente al absurdo y el caos, lo dijo el propio y desencantado Horkheimer.

Recuperar hoy la original relación dialógica sujeto-naturaleza que transformó la modernidad se inscribe en el imperativo de restaurar una racionalidad perdida. Algo que muy probablemente invite a evocar razones similares a las que llevaron al romanticismo alemán a intentar recuperar, desde una filosofía de la naturaleza, el sentido del frustrado proyecto de la Revolución Francesa. Así también, si las escenas de Friedrich reaparecen aportando sentido en el horizonte de nuestro presente, es en virtud de la percepción que los tiempos actuales tienen de que las consecuencias de la “razón instrumental” se manifiestan cada vez más dramáticas en la forma de urgencias ecológicas, cataclismos o amenazas naturales que no parecieran haber figurado en los cálculos del exultante proyecto moderno de civilización y progreso.

La cuestión deviene central en la propia demanda de “otros mundos posibles”, que dio origen a la Bienal del Fin del mundo, y se hace sentir de manera aún más dramática en la noción de Intemperie que preside su segunda edición en respuesta a las perspectivas desoladoras que se abren al interior de nuestra civilización.


Una aproximación a lo natural de otro tipo

El interrogante en verdad es sobre las posibilidades que tiene el arte para modificar esa circunstancia y si, como sostiene Andrew Bowie en su Estética y subjetividad. La filosofía alemana de Kant a Nietzsche y la teoría estética actual (1999), la experiencia estética puede erigirse hoy en el lugar desde el cual sería posible articular una aproximación a lo natural de otro tipo, que no sea reprimida por una concepción errónea y limitada de la razón.

La respuesta supone una instancia reflexiva que implica revisar el vínculo del hombre moderno-naturaleza en su devenir. Analizar las razones por las que se quebró y, en la medida de lo posible, reubicarlo en la perspectiva del presente con miras de restaurar el rol de los procesos de aproximación sensible, cuya importancia fue cercenada en nombre de los métodos comprobables de la ciencia. Así, por más que la modernidad iniciada en la Ilustración se nos presente hoy como un periodo agotado que, ha sido materia de análisis en los más variados estudios y debates que dominaron las últimas dos décadas, lo cierto es que el horizonte de expectativas estéticas y políticas que representa, como bien ha señalado Jauss en el libro citado, todavía sigue siendo un proyecto inacabado, al menos para las grandes mayorías.

No pareciera ocioso entonces intentar volver sobre los fundamentos originales, que en los albores de la modernidad filosófica buscaron modelar el pensamiento crítico alentando el libre juego de la imaginación y el entendimiento, a partir del modelo que ofrecía el trato con la belleza de las “artes libres”. La estética nos recuerda, sostiene Bowie en la obra mencionada, que existen otras formas de ver lo natural y la actividad humana. Que la belleza de la naturaleza no tiene por qué obedecer a una función, y la naturaleza misma, menos aún, quedar limitada a la mera condición de dispositivo de uso y provecho que imaginó la ciencia moderna.

Así, no por mero azar, desde los años sesenta del siglo XX asistimos a una suerte de renovación de la estética de la naturaleza que se rebeló contra la expulsión que promovió la modernidad artística de comienzos del siglo XX y, como se recordará, se llevó a cabo a partir del doble proceso de despotenciación de la naturaleza cósmica y un desplazamiento del sujeto.

De ello dan cuenta las numerosas intervenciones de artistas que como Walter De Maria, Richard Long, James Turrell, Dennis Oppenheim o James Pierce, por nombrar apenas unos pocos entre los que empezaron a recuperar para el arte contemporáneo la presencia de la naturaleza. Todas, obras que le devolvieron una grandeza y una importancia que había perdido.


La recuperación de la categoría estética de lo sublime

Es a partir de estos datos que me parece oportuno plantear como hipótesis la recuperación de lo sublime, categoría estética que fue pensada –en verdad actualizada– en el siglo XVIII en función de la experiencia de una naturaleza magnífica, tan grandiosa que hacía tomar conciencia de la pequeñez humana al punto de infundir temor.

¿Por qué traer lo sublime al presente, si en cierto modo participa y es destinatario de todos los embates que ha recibido la estética idealista? ¿No suena vetusto o por lo menos impostado volver hoy sobre el carácter abismal de la experiencia estética que recupera una naturaleza en toda su magnitud?

Me interesa poner acento en la experiencia sensible del espectador actual en esta particular circunstancia y plantear la posibilidad de recuperar su capacidad de conmoción ante lo grandioso o amenazante que hay en ella. En gran medida porque conecta con el sentimiento de vulnerabilidad y temor que es inherente a nuestro horizonte histórico y nos hace tomar conciencia de las consecuencias del fracaso del proyecto moderno que privilegió el vínculo con el medio que habitamos sólo a través de la tecnología y de la ciencia.

Haber despreciado el orden interno del mundo natural, desestimando con arrogancia sus consecuencias, nos ha colocado en este estado de indefensión extrema que percibimos y nada pareciera expresarlo mejor que el concepto de Intemperie, elegido por el curador Alfons Hug como idea fuerza para la segunda edición de la Bienal del Fin del Mundo.

Es a propósito de esto último que la categoría de lo sublime, que refiere a la experiencia de una naturaleza magnífica pero también al temor que despierta, cobra renovada importancia. Interesa entonces repasar las circunstancias y condiciones históricas que propiciaron su aparición y compararlas con las del presente, en la medida que, tras la ilusión de dominar la naturaleza, el hombre contemporáneo tiene la sensación de encontrarse más a su merced que nunca.

Es con ese propósito que importa analizar las diferencias que hay entre la idea de lo sublime que aparece en Burke, el filósofo empirista inglés que retomó el concepto que procedía de la retórica antigua, y en el pensamiento Kant, que, como filósofo ilustrado, se encarga de limitarlo al marco de la razón.

Publicada por primera vez en 1757, la obra de Burke recuperó el tratado Sobre lo sublime del autor del siglo I conocido como Pseudo Longino. Traducido al inglés en 1725, este tratado sobre retórica produjo un fuerte impacto en los pensadores empiristas que introdujeron un cambio sustancial en la idea antigua de lo sublime.

¿Por qué lo terrible complace?, se interroga Burke en su Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ­ideas acerca de lo bello y lo sublime. Su reflexión relaciona el sentimiento de placer ante el temor con los peligros que acechan la propia conservación.

Recordemos que la relación sujeto-naturaleza sirvió para que el pensamiento del siglo XVIII reflexionara sobre la estructura del pensamiento. Y está claro que una naturaleza fuera de nuestra escala, la oscuridad, el poder, la infinitud, emocionan pero al mismo tiempo producen temor. Burke asoció el sentimiento de lo sublime al instinto más primitivo de supervivencia, que no es lo que ocurre en Kant. Allí la razón domina a la experiencia.

Para Burke, implica una conmoción, pero si semejante sentimiento no nos anula, sostiene, es porque se encuentra mediatizado por la experiencia sensible que produce placer en tanto no pone verdaderamente en juego nuestra supervivencia.

Para Kant, en cambio, lo sublime ocupa un lugar destacado en sus reflexiones estéticas pero queda supeditado a la razón, no la excede. Es ella, y no la actitud estética, la que ordena los efectos que la experiencia desmedida de lo natural provoca en el sujeto. Por eso resulta significativa en la medida que, en la conciencia de un límite (tal como expone en La crítica del juicio), nos revela que tenemos una capacidad de razón que nos permite controlar y ordenar lo que procede de lo sensible.

Ahora vuelvo sobre lo sublime en ciertas producciones contemporáneas que repotencian a la naturaleza, devolviéndole todo su esplendor. El desafío que tiene el arte contemporáneo frente al tratamiento de la naturaleza es salir del embelesamiento ante lo natural que promueve el proyecto turístico o la publicidad asociada a productos que explotan la preocupación generalizada por los destinos de la naturaleza.

Entonces tal vez se trate de desplegar el sentimiento de temor en la percepción de que será ella la que impondrá límites a la razón si es que la propia razón se empeña en abdicar de sí misma como hasta ahora. Y con ello quizá vuelva actualizado el principio de “pleasing horror” que estuvo presente en las reflexiones dieciochescas, inevitable frente a las eventuales respuestas del mundo natural ante tanta agresión.


Texto publicado (traducido al portugués) en el catálogo de exposición: Alfons Hug (Ed): Arte da Antártida. Fenômenos estéticos da mudança climática e da antártida. Rio de Janeiro 2009.
Ana María Battistozzi
escribe críticas de arte para el periódico argentino Clarín y es curadora. Además de otras muchas exposiciones, ha dirigido Estudio Abierto, un festival de arte y cultura contemporáneos que desde el año 2000 organiza el Ministerio de Cultura de la ciudad de Buenos Aires
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